domingo, 6 de noviembre de 2011

RECORDANDO A SAUL

A Leticia, con todo el cariño del mundo.


Saúl murió durante el pasado conflicto armado. Así se le llama a veces a la gesta de muchos hombres y mujeres salvadoreños con un inmenso amor por este pueblo. Es de los muertos de todos, sin tumba que enflorar, por eso su recuerdo lo puede enfrentar a uno en cualquier momento, en cualquier lugar, de golpe, a veces como una afrenta. Cuando murió era guerrillero, ese oficio que los hombres y mujeres, generalmente jóvenes, tienen que aprender en secreto con el compañero, con los ideales, con la vida y la muerte, con la poesía. Cada cierto tiempo, un puñado de valientes lo aprende para doblegar al poder transformado en terror e injusticia.

Un domingo, en una 330, cuando me dirigía de Santa Rosa al Amatillo, en donde mi madre todavía vendía joyas a los hondureños, me encontré a don Saúl cargando una bolsa con cosas a simple vista triviales, cuatro rollos de papel higiénico y cuatro jabones Palmolive. Un poco sorprendido porque era raro verlo en otro vehículo que no fuera su camioncito, me senté junto a él. No sé por qué me lo confió, pero me contó que se los llevaba a Saúl, su hijo, se bajaría en el desvío de San José y caminaría un poco para verlo y platicar con él. Satisfecho, me mostró un reloj nuevo, de esos en los que sobresalía la leyenda “Stanley Steel”, con grandes agujas y marcas verdes fosforescente, “así me lo pidió para verlo bien en la noche”, me dijo. Me asombró la tranquilidad con que se bajó del bus y comenzó a caminar confiado con la bolsa en su mano después de acomodarse en su cabeza un antiguo sombrero de palma.

Saúl fue de los que la madrugada de aquel domingo once de enero de 1981 hizo suspender un viaje de beatas a Esquipulas, por ellos se pospusieron los partidos de fútbol de los equipos en que ellos mismos jugaban, por ellos se conoció el sonido de la alarma del Banco de Comercio y de la ambulancia del hospital. Por primera vez, escuchamos los sonidos de las detonaciones que luego, durante los siguientes largos 11 años, aprenderíamos a distinguir si eran de la guerrilla o del ejército, con cual fusil se estaba disparando, si provenían de una emboscada o una retirada. Santa Rosa siempre ha sido una ciudad que se despierta temprano, desde las cuatro se mueve mucha gente oficiosa al mercado o a los puestos de venta callejeros; esa madrugada junto a ellos también se movieron entre las sombras aquellos recién estrenados guerrilleros. Atacaron la Policía Nacional y la Guardia Nacional, los dos cuerpos de seguridad existentes. En nuestra casa, a unos cien metros en línea recta del cuartel de la Policía, entre los disparos tiro a tiro de los guerrilleros y las ráfagas de los fusiles de los policías, se escuchaba caer sobre las tejas la tierra impulsada por explosiones de granadas seguramente erradas. Casi al final del enfrentamiento, se escuchó, un tanto lejano, volar y disparar a un helicóptero. Cuando cesaron los disparos, con el desayuno postergado indefinidamente, la mañana movilizó al pueblo a los lugares de ataque. En la esquina frente a la casa de Don Bacho, frente a la funeraria Guatemala y calle de por medio, yacía un guerrillero abatido, ya sin fusil, con una mochila rota que mucho tiempo antes debió ser color verde olivo. Muchos rodeábamos el cuerpo tirado boca abajo, inerte, inerme. Lo vigilaban unos soldados que habían llegado como refuerzo; uno de ellos abrió su mochila, hurgó en ella y sacó unas tortillas; su burla llegó hasta la carcajada, dio dos pasos atrás y le disparó; el cuerpo dio un saltito y de debajo de su cuerpo salió una nubecita de polvo que se disipó entre el silencio y sorpresa de los curiosos mientras el soldado le daba la espalda con desprecio.

En todos los corros se hacia la misma pregunta: ¿quiénes?. La respuesta llegaba poco a poco, Alex La Gaviota, El Chele Americano, Will Sosa, Saúl Buruca, Chepe Ortiz, Lango… También llegó la noticia de que los disparos del helicóptero habían matado a cinco guerrilleros en La Chorrera.

Una noche de agosto o septiembre, digamos de 1979, compartí unos momentos con Saúl. Había caído una lluvia de esas que comienzan en abundancia pero luego disminuyen y se quedan por horas en una lluviecita de gotas finas que mantienen a las tejas llorando y la calle encharcada. Ya para ese tiempo la casa se me convertía en una prisión después de las siete de la noche. Para algunos la lluvia era suficiente para no salir, para mí era solo un pequeño inconveniente. Salía agazapado y caminaba pegado a la pared de las casas hasta llegar a la floristería de Chombito, allí comenzaba los corredores, el de los Medrano, los Pleitez, el don Lázaro Hernández y el del Bazar Primavera, cruzaba la calle para entrar al corredor de la Farmacia Nueva, el de doña Lucila Flores hasta terminar en el corredor del Almacén El Favorito. Allí, pasara lo que pasara, estaba abierta e iluminada una vitrina y una banca que durante el día servía a los clientes del puesto de frescos de doña Juana. Este lugar funcionaba como punto de encuentro para los caminantes, por no decir vagos nocturnos. Allí estaba viendo llover cuando apareció Saúl protegiéndose de la lluvia con un paraguas. Nos conocíamos bastante porque él era muy amigo de mi hermano y sus hermanas de las mías. Nos saludamos y después de recordarme lo vago que era, me invitó a que lo acompañara a “ver unas cipotas”. No pregunté a donde y nos encaminamos hacia El Llano, por momentos los dos debajo del paraguas y otros por los corredores y aceras. Llegamos a la casa de, digamos Estela. La puerta estaba abierta y, al fondo de la sala estaba la “cipota”; Saúl cerró el paraguas y me lo dio. –Buenas noches- saludó con mucha precaución. Una sonrisa y luego un gesto de enojo que de nuevo se fue convirtiendo en una sonrisa coqueta, se dibujaron secuencialmente en la cara de Estelita.

  • - Hola- dijo ella suavemente.
  • Se paró y volviendo su rostro hacia el interior de la casa, dijo:
  • - Mamá voy a ir donde Rosa (digamos) a traer un cuaderno,
  • - ¿tan noche y lloviendo?, preguntaron adentro.
  • - Es que lo necesito, en una carrerita voy, ya vengo;
  • - Está bien, pero que vaya Albita (digamos) con vos,
  • - Está bueno.

Por supuesto, Estela no se preocupó por la pequeña chaperona. Años después Albita necesitaría de los mismos favores.

Apareció diligente Albita, de unos diez años, muy seria y en silencio. Apurate, le dijo Estela.

Caminamos los cuatro, Albita del lado de su hermana y yo junto a Saúl, alcanzamos la primera esquina, dimos la vuelta, ellos se adelantaron presurosos y desaparecieron en el dintel de la primera puerta que había. Albita y yo nos quedamos a una distancia prudente, en el lugar que nos indicó previamente Estela, vigilando si aparecía alguien que no debía aparecer.

Al cabo de unos quince o veinte minutos aparecieron; Estela peinándose apresurada el cabello con sus manos y acomodándose su ropa con calculados jaloncitos atrás, adelante y a los costados de su falda y blusa. Saúl tranquilo. Se tomaron de la mano, ella preguntó –¿vas a venir mañana?, Saúl contestó seguro –Sí. Salú, Salú. Saúl se quedó donde yo estaba, me quitó el paraguas y las vimos doblar la esquina. Saúl había “visto” a la primera cipota.

Vamos, me dijo, y caminamos en sentido contrario para adentrarnos todavía más en El Llano. Llegamos a un callejón cerca de la clínica; aquí quedémonos me dijo. Desde allí se veía una luz que escapaba por la puerta de una casa y alumbraba un charco sobre la calle. Unos cinco minutos después apareció por unos segundos la cabeza de una cipota asomándose por la puerta, Saúl no se movió ni dijo nada. Unos minutos después apareció de la misma puerta, digamos, Silvia. Aquí quedate, me dijo, cediéndome de nuevo el paraguas. Saúl cruzó la calle y se paró bajo un árbol a esperarla. Silvia lo abrazó y besó prolongadamente.

  • ¿Por qué te tardaste?
  • Por la lluvia.

Fue lo único que escuché antes de que el árbol se interpusiera entre mi vista y ellos. Por una media hora, tras el alcahuete tronco, por unos instantes aparecía un codo, una mano moviéndose hacia abajo, hacia arriba, un hombro, una cadera, la enagua de una falda. Por un momento la lluvia arreció pero el árbol no dejó que Saúl y a Silvia se fueran.

Cuando al fin el árbol los dejó escapar, aparecieron los dos untados de caricias y de lluvia.

Silvia se veía más suelta, más confiada que Estela, se adivinaba que el árbol era su cómplice desde hacía ya un buen tiempo.

La despedida fue más efusiva, se abrazaron y se besaron, se soltaron y dieron unos pasitos cada uno hacia atrás, dejando que los labios fueran los últimos en separarse, todavía Silvia dio un beso al aire.

  • - Salú, nos vemos mañana en el Instituto.
  • - Salú.

Saúl había “visto” la segunda cipota.

Emprendimos el camino de regreso. Cuando le ofrecía de regreso el paraguas, con un gesto con la mano extendida hacia arriba y los dedos juntos. Llevalo vos, me dijo. Sentí su gesto como un agradecimiento por acompañarlo.

Como premio por haber concluido una tarea, sacó una cajetilla de cigarros REX y me ofreció uno. Poco antes de llegar a la casa de, digamos, Laura, y después de terminar de fumar, me ofreció un dulce de cardomomo.

- Aquí no nos vamos mojar, tengo llegada, me dijo.

Al doblar la esquina de la calle sobre la que está la casa de Laura, la vimos sentada bajo la puerta, esperando. La lluvia estaba desapareciendo. Se sentó junto a Laura y la besó suavemente.

  • - Hola.
  • - Hola, por qué te estuviste tanto, de dónde venís.
  • - De acompañar a Jorge, fíjate que tiene una novia en El Llano, ¿verdad Jorge?.
  • - Sí, respondí.
Platicaron más de lo que se besaron con recato. Apareció la suegra y lo saludó, luego aparecería de vez en cuando. Yo pase a la sala a escuchar música música de los Bee Gees.

Al filo de las diez la lluvia cesó por completo y se despidieron; yo también me despedí. Cuando comenzamos a cruzar el parque en diagonal me ofreció otro Rex. En la esquina de la casa de doña María Zayas me quitó el paraguas que ya traía cerrado y nos despedimos todavía fumando.



Hablando revuelto.

Uno va por la vida sumando y restando sueños. En los primeros años hay más que sumar y cerca de los cincuenta restar es más frecuente. Un noviembre los labios de Leticia y los míos se encontraron y un sueño desapareció del listado de las restas.