Desde atrás del Cerro de La Cruz, a través de las hojas de los árboles de tamarindo del patio de doña Adelina llegaban los primeros rayos de sol, parecían disparos de un fusil de rayos láser de ficción. Los recibíamos en silencio, sentados, en la acera hecha de piedras de canto rodado traídas de las playas de nuestro vecino río; allí nuestros cuerpos intercambiaban el frío de la madrugada por el calor de la naciente mañana. Las mujeres, las madres, hermanas mayores, y uno que otro hombre, regresaban del mercado con los alimentos, frescos y sabrosos, que se consumirían en el día, en cestas hechas de mimbre, o bolsas de tela. Estábamos lejos de la invasión plástica, nadie se imaginaba que hasta el humilde paste se sustituiría por el pródigo plástico. Las más jóvenes caminaban en pareja o en grupos más numerosos, aprovechando el momento exclusivo para ellas, sin la presencia de esposos e hijos, para platicar de esas cosas propias. Generalmente las mayores regresaban más despacio, como remoloneándose, solas. El mundo de los adultos comenzaba a imponer su ritmo, y, los todavía salvajes infantes, a quiénes sólo la edad nos salvaba de la civilizadora escuela, iniciábamos la lucha diaria para escabullirnos por cualquier espacio que permitía la aplanadora de la monotonía adulta que comenzaba su marcha imparable.
Con la llegada de mi madre del mercado, se iniciaba la ceremonia del desayuno. Al poner la cesta en la mesa se activaba un mecanismo casi mágico que dejaba percibir olores, colores y temperaturas de las delicias que traía: el pan francés de doña Noy o de doña Pancha, que era más morenito, los chicharrones de doña Fide, los tamales de cuche de doña Panchita, la cuajada de la señora de Mojones, que da cabal las tazas; la crema de la señora de El Algodón, la más barata y por eso termina temprano la venta; los guineos de seda del señor que baja de Copetillo, el sancocho de donde don Pedro Flores, semita de donde Las Núñez, totopostes que trae una cipota de Pasaquina, etcétera, etcétera. Sentados a la mesa, con el desayuno servido (no se preguntaba ¿que vas a querer?), era la primera reunión familiar del día, el padre en el lugar principal, los hijos en cualquier otro sitio, la madre que no termina de servir, llevando tortillas tostadas en las brasas, el café humeante, los tamales, la crema, no mucha conversación, luego cada quién para sus ocupaciones, unos para la escuela, mi padre para la mesa de platero, mi madre a los oficios de la casa, otro a buscar cualquier pretexto para evadir el baño.
El martilleo rítmico proveniente de la herrería de Papachico era señal que el día estaba en marcha. Los jinetes tardíos entraban por la puerta de golpe a los patios que circundaban la mediagua que alojaba la herrería. Llegados principalmente de los municipios de San José Las Fuentes y Bolívar, desensillaban sus bestias para que descansaran mientras ellos se sumergían en el pueblo para hacer sus “comprados”.
A esa hora estaba listo para presenciar la figura de don Simón y su carreta en su primer o segundo viaje de arena del río. Desde que la yunta de bueyes sobresalía del muro de piedras del solar de la herrería, no apartaba la vista a aquella imagen. Siempre me impresionaban las coyundas, esas correas de cuero puestas con orden y firmeza que sujetaban el yugo a las nucas de los bueyes que representan la unión entre el animal y la máquina. Ligeramente tirados hacia delante para compensar la inclinación de la avenida General Larios, los bueyes caminaban lentamente anunciando la pesada carga que llevaban. A medio cuerpo de los bueyes, aparecía Don Simón, prieto, con sombrero jipijapa, camisa de vestir, anudada a la cintura y empapada por el sudor; con elegancia, llevaba su vara en posición vertical sostenida por un extremo con su mano tendida hacia abajo y apoyada suavemente al cuerpo; raras veces la usaba. Quizá en un acto de solidaridad, la inclinación de su cuerpo para mantener la verticalidad era la misma que la de sus bueyes.
Don Simón anunciaba la primera ronda de las vendedoras ambulantes; la primera que se hacía notar era doña Elvina, su especial timbre de voz, entrenado en su segundo oficio de rezadora, anunciaba su llegada con suficiente anticipación; su pregón habitual: ¡LA HORCHAATAAA!!!, ¡HORCHAATAAA!!!!, disponía a la vecindad para disfrutar de ese particular sabor que Doña Elvina le daba a su creación. Aparecía por el mismo muro de piedra que lo hacían los bueyes de Don Simón, con el perol en la cabeza, cuyo peso era amortiguado por un yagual perfectamente hecho de manta de moscabado que deshacía y hacía de nuevo cada vez que bajaba su carga, sin verlo, mientras intercambiaba noticias con la clientela. No se entretenía mucho frente a nuestra casa, era nuestra vecina, y aunque podíamos ir a su casa a comprar el refresco, faltaba su segunda o tercer ronda. Luego pasaban los vendedores de colchas de San Vicente, los chapines con sus cubrecamas, las hojuelas de las Luna, etc.
Todas estas vendedoras y vendedores eran señales que me ponían en alerta, era hora de buscar una taza, cualquiera fuese su color o forma. Esperaba una palabra mágica, sabía la dirección de donde vendría el sonido y por su intensidad podía medir el tiempo que disponía para llegar a la acera de la casa de Doña Blanquita, una de las costureras del barrio. Cuando mi cerebro decodificaba los sonidos y comprendía las palabras ¡¡¡POLEADA!!!, ¡¡¡VAYA LA POLEADA!!!, comenzaba la carrera: tomar la taza previamente ubicada, o en su defecto un vaso o cualquier otro recipiente, y a toda prisa, salvar cualquier obstáculo para llegar a la esquina, incluyendo obtener los diez centavos de mi padre o de mi madre para comprar una taza de poleada y por último devorar los 20 metros que separaba la puerta de la casa y la esquina que unía la Avenida General Larios y la 8a calle poniente. En ese punto la acera era alta y prestaba toda la comodidad para que Doña Petrona bajara su carga y esperar a los clientes de los alrededores. De la cabeza negra, dos brazos morenos, pequeños pero fuertes, bajaban el perol cuidadosamente, iba forrado por una manta gruesa, incluyendo su tapadera, para guardar el calor de la bebida. Con un suspiro terminaba la maniobra, dejaba su yagual a un lado del perol y al llegar el primer cliente, que en muchas ocasiones era yo, destapaba aquel recipiente de donde salía un olor suave, como de nardos tiernos, materializado en un flujo tenue pero turbulento, a penas perceptible, del vapor que se elevaba unos pocos centímetros hasta desaparecer, como escapando de los aparatos olfativos que se esforzaban por atraparlo con una aspiración prolongada. Allí llegaban las cipotas de la casa de Malicha, los cipotes de la casa de doña Nila, los jinetes de la herrería que habían regresado temprano para herrar su bestia, los Gudieles de la casa de enfrente y los hijos de doña Blanquita, Paco, Julio, Moris, todos portadores del apodo paterno, es decir “Los Moneda”. Sucedía que cuando no lograba obtener los diez centavos en mi casa, por cualquiera que fuese el motivo, no me amilanaba en mi propósito, siempre llegaba con mi taza y siempre doña Petrona me la llenaba, ó, alguno de “Los Moneda” compartía su poleada conmigo o pagaba mi ración. Esta mi perseverancia para conseguir mi taza de poleada cada mañana, no pasó desapercibida por los que concurríamos a la esquina, principalmente por los Moneda, poseedores de una jodarria formada en el taller de mecánica de don Chepe, su padre. Y aquí estoy 40 años después, extrañando a doña Petrona, pero con la misma pasión por una taza de poleada.
Con la llegada de mi madre del mercado, se iniciaba la ceremonia del desayuno. Al poner la cesta en la mesa se activaba un mecanismo casi mágico que dejaba percibir olores, colores y temperaturas de las delicias que traía: el pan francés de doña Noy o de doña Pancha, que era más morenito, los chicharrones de doña Fide, los tamales de cuche de doña Panchita, la cuajada de la señora de Mojones, que da cabal las tazas; la crema de la señora de El Algodón, la más barata y por eso termina temprano la venta; los guineos de seda del señor que baja de Copetillo, el sancocho de donde don Pedro Flores, semita de donde Las Núñez, totopostes que trae una cipota de Pasaquina, etcétera, etcétera. Sentados a la mesa, con el desayuno servido (no se preguntaba ¿que vas a querer?), era la primera reunión familiar del día, el padre en el lugar principal, los hijos en cualquier otro sitio, la madre que no termina de servir, llevando tortillas tostadas en las brasas, el café humeante, los tamales, la crema, no mucha conversación, luego cada quién para sus ocupaciones, unos para la escuela, mi padre para la mesa de platero, mi madre a los oficios de la casa, otro a buscar cualquier pretexto para evadir el baño.
El martilleo rítmico proveniente de la herrería de Papachico era señal que el día estaba en marcha. Los jinetes tardíos entraban por la puerta de golpe a los patios que circundaban la mediagua que alojaba la herrería. Llegados principalmente de los municipios de San José Las Fuentes y Bolívar, desensillaban sus bestias para que descansaran mientras ellos se sumergían en el pueblo para hacer sus “comprados”.
A esa hora estaba listo para presenciar la figura de don Simón y su carreta en su primer o segundo viaje de arena del río. Desde que la yunta de bueyes sobresalía del muro de piedras del solar de la herrería, no apartaba la vista a aquella imagen. Siempre me impresionaban las coyundas, esas correas de cuero puestas con orden y firmeza que sujetaban el yugo a las nucas de los bueyes que representan la unión entre el animal y la máquina. Ligeramente tirados hacia delante para compensar la inclinación de la avenida General Larios, los bueyes caminaban lentamente anunciando la pesada carga que llevaban. A medio cuerpo de los bueyes, aparecía Don Simón, prieto, con sombrero jipijapa, camisa de vestir, anudada a la cintura y empapada por el sudor; con elegancia, llevaba su vara en posición vertical sostenida por un extremo con su mano tendida hacia abajo y apoyada suavemente al cuerpo; raras veces la usaba. Quizá en un acto de solidaridad, la inclinación de su cuerpo para mantener la verticalidad era la misma que la de sus bueyes.
Don Simón anunciaba la primera ronda de las vendedoras ambulantes; la primera que se hacía notar era doña Elvina, su especial timbre de voz, entrenado en su segundo oficio de rezadora, anunciaba su llegada con suficiente anticipación; su pregón habitual: ¡LA HORCHAATAAA!!!, ¡HORCHAATAAA!!!!, disponía a la vecindad para disfrutar de ese particular sabor que Doña Elvina le daba a su creación. Aparecía por el mismo muro de piedra que lo hacían los bueyes de Don Simón, con el perol en la cabeza, cuyo peso era amortiguado por un yagual perfectamente hecho de manta de moscabado que deshacía y hacía de nuevo cada vez que bajaba su carga, sin verlo, mientras intercambiaba noticias con la clientela. No se entretenía mucho frente a nuestra casa, era nuestra vecina, y aunque podíamos ir a su casa a comprar el refresco, faltaba su segunda o tercer ronda. Luego pasaban los vendedores de colchas de San Vicente, los chapines con sus cubrecamas, las hojuelas de las Luna, etc.
Todas estas vendedoras y vendedores eran señales que me ponían en alerta, era hora de buscar una taza, cualquiera fuese su color o forma. Esperaba una palabra mágica, sabía la dirección de donde vendría el sonido y por su intensidad podía medir el tiempo que disponía para llegar a la acera de la casa de Doña Blanquita, una de las costureras del barrio. Cuando mi cerebro decodificaba los sonidos y comprendía las palabras ¡¡¡POLEADA!!!, ¡¡¡VAYA LA POLEADA!!!, comenzaba la carrera: tomar la taza previamente ubicada, o en su defecto un vaso o cualquier otro recipiente, y a toda prisa, salvar cualquier obstáculo para llegar a la esquina, incluyendo obtener los diez centavos de mi padre o de mi madre para comprar una taza de poleada y por último devorar los 20 metros que separaba la puerta de la casa y la esquina que unía la Avenida General Larios y la 8a calle poniente. En ese punto la acera era alta y prestaba toda la comodidad para que Doña Petrona bajara su carga y esperar a los clientes de los alrededores. De la cabeza negra, dos brazos morenos, pequeños pero fuertes, bajaban el perol cuidadosamente, iba forrado por una manta gruesa, incluyendo su tapadera, para guardar el calor de la bebida. Con un suspiro terminaba la maniobra, dejaba su yagual a un lado del perol y al llegar el primer cliente, que en muchas ocasiones era yo, destapaba aquel recipiente de donde salía un olor suave, como de nardos tiernos, materializado en un flujo tenue pero turbulento, a penas perceptible, del vapor que se elevaba unos pocos centímetros hasta desaparecer, como escapando de los aparatos olfativos que se esforzaban por atraparlo con una aspiración prolongada. Allí llegaban las cipotas de la casa de Malicha, los cipotes de la casa de doña Nila, los jinetes de la herrería que habían regresado temprano para herrar su bestia, los Gudieles de la casa de enfrente y los hijos de doña Blanquita, Paco, Julio, Moris, todos portadores del apodo paterno, es decir “Los Moneda”. Sucedía que cuando no lograba obtener los diez centavos en mi casa, por cualquiera que fuese el motivo, no me amilanaba en mi propósito, siempre llegaba con mi taza y siempre doña Petrona me la llenaba, ó, alguno de “Los Moneda” compartía su poleada conmigo o pagaba mi ración. Esta mi perseverancia para conseguir mi taza de poleada cada mañana, no pasó desapercibida por los que concurríamos a la esquina, principalmente por los Moneda, poseedores de una jodarria formada en el taller de mecánica de don Chepe, su padre. Y aquí estoy 40 años después, extrañando a doña Petrona, pero con la misma pasión por una taza de poleada.
Yo recuerdo mi taza de arroz con leche de Anita.
ResponderEliminarJorge,
ResponderEliminarCon esos tus parrafos me haces vivir de nuevo mis anos en Santa Rosa. Yo sali hace 29 anos y vivia en el barrio El Calvario cerca de donde estaba el billar de Don Napo. Recuerdo haberte visto por donde yo vivia. Por ahi por el billar de Don Napo(arribita de los pocarropa).
Todo lo que narras y los personajes que mencionas me son muy familiares a mi y me trae gratas memorias....
Gracias
Amigo no encontre el apodo, creo que lo volveré a leer, de todas maneras ha sido muy satisfactorio hacerlo.
ResponderEliminar